jueves, 12 de febrero de 2009




Memorias de un café


Raúl Alamillo

El pasado viernes 06 de febrero del año en curso nos reunimos en el Café Bar Cultural “Salvador Dalí” un grupo de personas interesadas en la filosofía, en cuanto que un instrumento inigualable (casi “el” instrumento) de que disponemos los seres humanos para sondear en las abismales aguas del misterio humano, y que de repente surge en forma de preguntas tales como la que nos ocupó el pasado viernes: ¿qué es el amor?...en mi calidad de “moderador” partí de la que quizá sea una de las primeras “ordo amoris”: la ofrecida por Platón. Surgió el inevitable tema del Eros y su posible identificación con la pasión y el enamoramiento…es decir, como esa parte “irracional” del amor y que permite que aflore ese “estado de estupidez transitoria” –como le llama algún psicólogo al enamoramiento-.
Menuda sorpresa me llevé al contemplar que para la mayoría de los presentes no existe la esencia del amor, (si por “esencia” entendemos aquello por lo que una cosa es lo que es”), sino que cada quien lo “conceptualiza” a partir de su experiencia personal, individual del amor…no estoy de acuerdo, ya que si esta postura relativista que conforma realidad a partir de nuestras particulares experiencias o modos de pensar, no arroja irremediablemente al siguiente paso: el escepticismo: ahora la esencia del amor es que no existe en sí.
Quizá no debe sorprendernos esta actitud epistemológica ante la realidad, si la intentamos explicar a partir del análisis posmodernista que pregona la muerte de los “macrorelatos”, donde debemos apuntar en primer lugar a la metafísica, que siempre anda buscando afanosamente la Verdad esencial y fundamental acerca del hombre, del mundo y de Dios (como dirían los clásicos) hasta detenerse ante las puertas del Misterio, al que sólo se accede a través de la fe (ya que para el no creyente no hay nada que deba ser misterioso).
Sigo pensando que el amor es una decisión libre de autodonación incondicional que trasciende a la belleza física: no la excluye, pero jamás se reduce a ella…sigo a Platón cuando habla del amor que ama la belleza de las almas, y que esta manera de amar predispone y orienta a la generación de la Vida y apunta a la Trascendencia…de otra manera tendría que justificar a los que golpeando y abusando “aman”: total, ellos así conciben el amor, y es válido y es verdadero…y si esa lógica la traspolamos al ámbito jurídico…tendríamos que “legalizar” muchas realidades que hoy constituyen delitos: homicidio, amenazas, etc. ya que cada quien concibe como quiere el derecho a la vida, a la honorabilidad, y debe respetarse (a planteamientos absurdos, consecuencias absurdas). Tal vez ahora podamos entender los “amores líquidos” que rápidamente se evaporan o gasifican cuando caen en la cuenta que el amor supone compromiso y convivencia, y paradójicamente son estos aspectos los que rápidamente desvelan que aquello que llamaban amor era en realidad cualquier cosa excepto eso: amor

Diógenes, su vida de perro
Por Salvador Mancillas
El filósofo griego Diógenes bien podría ser el patrón de los periodistas, porque quizás fue el primer hombre en la historia del planeta que proclamó la libertad de expresión, reconociéndola como el supremo bien del hombre. La “libertad en el decir” es el máximo bien al que puede aspirar la humanidad, solía expresar el pensador griego a sus discípulos y admiradores. Por supuesto, llevar este principio al pie de la letra le acarreó severos problemas con sus semejantes, debido a que sus descalificaciones y sus críticas sonaban como insultos en los oídos de sus contemporáneos. La verdad es que muchas veces eso eran: insultos. Al filósofo Anaxímenes, por ejemplo, que era un tipo corpulento y de vientre prominente, le dijo al término de una conferencia que les diera también a sus discípulos un poco de tripa, para que se aligerara un poco y les fuera así más útil que sus lecciones. Una parte de la población lo repudiaba acremente, pues aparte de que era un falsificador de monedas —pues decía no encontrar diferencia entre las “legítimas” y las “falsas”—, solía hacer sus necesidades en público. Comía en pleno bullicio del foro griego (lo que sería hoy la cámara legislativa) y hasta “se frotaba el vientre” —se masturbaba— para olvidarse por un momento del hambre. Al verlo comer en el foro, la gente se le acercaba para insultarlo diciéndole “¡perro!”, a lo que con rapidez mental contestaba: “vosotros sois los perros, pues estando yo comiendo me estáis alrededor”. Sin embargo, había también mucha gente que le admiraba sinceramente, como por ejemplo el emperador Alejandro, quien, a la pregunta de qué personaje le gustaría ser en caso de tener reservada otra vida, sin dudarlo respondió que quería ser Diógenes. “Pídeme lo que quieras”, le dijo en otra ocasión el Rey Alejandro al rudo filósofo. Como quien dice —en la jerga de los periodistas actuales— le estaba ofreciendo prácticamente un “chayotazo”. Pero la respuesta de nuestro ilustre pensador fue modelo de la más insolente y brutal dignidad que podamos imaginar: “No me hagas sombra, pues lo que quiero es tomar un poco de sol”. Diógenes era, —como decimos actualmente— un tipo “claridoso” en extremo, directo, irónico. En suma, era un combatiente de la palabra y del pensamiento. El gran filósofo Platón, representante máximo del refinamiento intelectual en aquella época, hacía un esfuerzo por disimular su náusea ante él, sin poder evitar en ocasiones agrios enfrentamientos verbales. En cambio Diógenes se mofaba, sin piedad, de lo que consideraba “retórica” platónica. En una de sus lecciones, estando Platón completamente inspirado dio su célebre definición de “hombre” y lanzó su frase ante sus concentrados discípulos: “el hombre es un animal bípedo e implume”. Entonces Diógenes tuvo la paciencia de buscar un gallo; lo encontró y le cortó las plumas hasta dejarlo completamente “pelón” para arrojarlo después en plena clase, exclamando solemnemente: “¡eh ahí al ‘hombre’ de Platón!”. Diógenes vivía a la intemperie, descansaba en la arena y en la nieve, inspirado en la visión de un ratón que merodeaba cerca del monte, pues al especial filósofo le había impresionado la capacidad de supervivencia del animal, que no dependía más que de la simplicidad del instinto y de la obvia frugalidad con que satisfacía sus necesidades. Por su modo de vivir, muchos, naturalmente, lo repudiaban y descargaban su odio golpeándolo frecuentemente con leños, como a un perro, y así le apodaban: “el perro”. E inclusive alguien llamado Perdica, quien poseía sentimientos ambiguos respecto al filósofo —es decir, que lo admiraba y lo odiaba al mismo tiempo— un mal día amenazó con matarlo. Pero Diógenes, con una serenidad pasmosa le contestó: “no es gran cosa matarme, pues un insecto venenoso también lo haría”. En suma, Diógenes fue un hombre que llevó al extremo su libertad de decir y hacer, al grado de afirmar que era su deseo vivir 90 años, y lo cumplió; y cuando ya no quería seguir viviendo, contuvo la respiración y murió de asfixia. Su último deseo fue que lo enterraran bocabajo, pues afirmaba que muy pronto las cosas del mundo “se volverían al revés”. Con todo y su repugnancia o sus sentimientos encontrados, su pueblo le erigió una columna y muchas estatuas de bronce con inscripciones como la siguiente: “caducan aún los bronces con el tiempo; mas no podrán, Diógenes, tu gloria sepultar las edades, pues tú solo pudiste demostrar a los mortales facilidad de vida, y a la inmortalidad ancho camino”.

Publicado el lunes 19 de noviembre de 2001, Gaceta Universitaria. UAN
Ó By Salvador Mancillas Rentería
DR México 2008
Cédula 5443084 con efectos de patente