viernes, 8 de julio de 2011

¿De qué va la filosofía?

A manera de “artículo de opinión”, quisiera compartir la respuesta que a esta pregunta ofrece el filósofo británico de Cambridge, Simon Blackburn en la introducción a su obra de divulgación filosófica Pensar. Una incitación a la filosofía (2001, Barcelona: Paidós Ibérica).
El filósofo inglés destina su libro a las personas que en algún momento de su vida se han detenido a reflexionar sobre ciertas preguntas radicales acerca del “conocimiento, la razón, la mente, la libertad, el destino, la identidad, Dios, la bondad, la justicia” (p.11). Para nuestro autor, dichas interrogantes surgen –al modo aristotélico, en el sentido de que “todo hombre desea conocer por naturaleza”- de manera natural (particularmente no sé si sea un hecho verificable o verificado, el que esas preguntan surjan de esta manera; aunque es irrelevante si consideramos que naturales o no, o naturales y construidas o no, son cuestiones que a más de uno lo han llevado al suicidio). Además son estas preguntas las que de alguna u otra manera “estructuran nuestra forma de pensar acerca del mundo y acerca del lugar que ocupamos en él” (p. 11).
Dicho esto, Blackburn parte de un “lugar común” que nadie en el “gremio de la filosofía” quisiéramos admitir: que en contextos no académicos, la sola palabra “filosofía” basta para que la asociemos con improductividad, inutilidad, esoterismo y hasta la famosa no-pertinencia (laboral, para efectos del “gran mercado”). Ante esta desafortunada situación, el filósofo de Cambridge proclama:
El filósofo estudia la estructura del pensamiento del mismo modo en que el ingeniero estudia la estructura de los objetos materiales (…) Éste es también nuestro objetivo cuando investigamos las estructuras que configuran nuestra visión del mundo. Nuestros conceptos o ideas constituyen el edificio mental en que vivimos. Puede que nos sintamos orgullosos de las estructuras que hemos construido, o bien podemos convencernos de que debemos desmantelarlas y empezar otra vez desde los cimientos. Pero antes que nada debemos saber en qué consisten.
Para el autor comentado, las preguntas fundamentales que de repente surgen en el momento menos pensado, se pueden clasificar en preguntas que nos hacemos acerca de nosotros mismos:
¿Qué soy?¿qué es la conciencia?¿puedo sobrevivir a mi muerte corporal?¿tengo certeza de que las experiencias y las sensaciones de los demás son como las mías? (…) ¿actuamos siempre de forma egoísta? ¿acaso soy una especie de títere que cree actuar libremente cuando en realidad sus actos están programados?,(…) preguntas acerca del mundo: ¿por qué existe algo y no la nada? (…) ¿por qué hay regularidades en la naturaleza? ¿presupone el mundo un Creador? (…). Finalmente, también hay preguntas acerca de nosotros y el mundo: ¿cómo podemos estar seguros de que el mundo es tal como creemos que es?¿qué es lo que convierte un campo de investigación en una ciencia? (…) ¿de dónde proviene nuestro conocimiento de los valores y los deberes?¿cómo podemos saber si nuestras opiniones son objetivas o meramente subjetivas?
El grave problema de estas interrogantes no es lo que preguntan, y tal vez ni siquiera la respuesta; el asunto aquí es saber a dónde dirigirnos para encontrar sus respuestas. Para nadie es desconocido que preguntas científicas “ordinarias” como ¿por qué existen los terremotos? Tienen respuesta a partir de que sabemos que dicha pregunta es susceptible de ser tratada y respondida a partir del quehacer científico, basado en la observación y la experimentación, por lo que a estas alturas nos habremos dado cuenta de que no sucede lo mismo con las preguntas filosóficas.
A la pregunta ¿de dónde surgen estas preguntas tan desconcertantes?, nuestro autor responde “de la autorreflexión”, entendiendo por ésta la capacidad del ser humano de reflexionar sobre sí mismo, sobre sus propios pensamientos. De esta manera “podemos preguntarnos si lo que decimos es <> cierto o, sólo el resultado de la perspectiva que adoptamos, de nuestra forma de enfocar la situación” (p. 14). En este sentido, podemos ya apuntar que alguna de las pretensiones de la filosofía es mostrar que no pocas veces los conocimientos científicos y nuestros propios conocimientos conocimientos y/o creencias sobre el ser humano, sobre el mundo, sobre la política, la sociedad, la religión, la economía, etc. tienen áreas débiles en su fundamentación: ambigüedades, confusiones, errores, pseudoargumentos, etc. Blackburn resume magistralmente lo anteriormente señalado con estas palabras que no tienen desperdicio: “…nuestras ideas y conceptos se pueden comparar con las lentes a través de las cuales vemos el mundo. En filosofía, el objeto de estudio es la lente en sí misma” (p.15) (el resaltado es nuestro).
Autorefutándose, el filósofo que nos ocupa plantea una cuestión que seguramente más de alguno nos la hemos hecho: ¿es acaso la reflexión lo que mundo?, es decir, nadie daría un quinto a nadie para que se dedique a “reflexionar”, al menos que como producto de la reflexión un solo niño se libre de morir por hambre…Blackburn nos ofrece 3 respuestas (“niveles de abstracción”, les llama) para justificar la necesidad de la autorreflexión:
La respuesta de “alto nivel abstractivo” es simple: reflexionamos porque necesitamos conocernos, comprendernos a nosotros mismos y necesitamos comprender y conocer lo que nos rodea…como se decía antes: necesitamos conocer la verdad profunda del ser humano y el cosmos.
Sobre esta respuesta, Blackburn está consciente que es una respuesta que no resulta muy convincente, y por lo mismo, está destinada para aquellos que ya tienen medio camino andado en las “oscuras artes de la filosofía”.
La respuesta de nivel medio parte de la premisa de que teoría y práctica son dos fases de una misma realidad, de tal manera que lo que pensamos influye sobre lo que hacemos, sobre el modo de hacerla, y hasta si haremos tal cosa o no. Un ejemplo bastante ilustrativo es el propuesto por el autor y que parafraseo: un cristiano –esforzado por ser coherente- que piensa que existe una vida después de la muerte corporal, seguramente estará dispuesto a soportar ciertos sufrimientos causados por la enfermedad o por la desgracia económica, con la esperanza de que los momentos de dolor son parte del proceso vital de cada persona. Cosa distinta podrá suceder con un ateo, quien al pensar que no hay más vida que la que tenemos, y que tal vida se debe vivir en lo posible sin dolor, decida que es tiempo de morir.
La respuesta de nivel bajo –como la llama el filósofo de Cambridge- plantea que la reflexión filosófica nos ayuda para estar alerta y denunciar, a partir del ejercicio crítico de la razón, a todos aquellos, personas e instituciones, que insisten en decirnos lo que debemos pensar y/ o creer, cuál es la religión que debemos profesar, qué tipo de gobierno nos conviene, que modelo económico y social debemos adoptar, ya que ellos saben qué es “lo mejor” para nosotros.
Otra cuestión de la que debemos tomar nota es que las preguntas filosóficas generalente no son bienvenidas. El temor de que queden descubiertos ciertos errores en algún edificio ideológico es grande, “las ideologías se convierten en círculos cerrados, siempre a punto para responder con indignación ante la mente inquisidora” (bueno, con respecto al tema de las ideologías, no está demás decir que algunos filósofos latinoamericanos consideran que ya la filosofía supone un punto de partida ideológico).
Simón Blackburn concluye confesándose respetuoso de la tradición y sospechoso de “cualquier escepticismo moderno o posmoderno sobre el valor de la reflexión” (lo que, prima facie, parecería contradictorio con las razones que aduce para justificar la propia reflexión filosófica):
La tradición filosófica (…) ha identificado la autorreflexión crítica con la libertad, de acuerdo con la idea de que sólo desde una adecuada comprensión de nosotros mismos podemos controlar la dirección en la que queremos ir. Sólo cuando contemplamos con prudencia nuestra propia situación, y la contemplamos como un todo, podemos comenzar a pensar en cambiarla.

Sin duda alguna, las razones por las que el filósofo del Reino Unido justifica la necesidad de la reflexión filosófica, parte de la premisa de que es sólo la filosofía la que tiene lo necesario para ofrecernos herramientas que nos permiten detectar, describir, analizar, desmontar, comprender y hasta proponer cambios en nuestra visión y sentido constitutivos del mundo que hemos ido construyendo al paso de los siglos. Nunca estará demás hacer un alto en el camino y someter a “escaneo” y análisis filosófico nuestras propias creencias, valores e ideas que sobre el mundo, sobre Dios y sobre nosotros mismos nos hemos hecho, para saber de dónde han venido, en qué consisten y qué tan fundamentadas están…aunque sospecho que para que tal ejercicio tenga éxito, necesitaremos algún(@s) interlocutor@s...tal vez porque la filosofía nació con una dimensión dialógica como parte constituva de la misma.